En los últimos años se está produciendo una expansión del conocimiento y la práctica de la prevención cuaternaria de la mano, principalmente, de la Atención Primaria (1,2). Se trata de una actividad clínica exigente, que precisa del conocimiento exhaustivo de los daños potenciales que se pueden infligir a los pacientes, reconocerlos en nuestra propia práctica y poner en juego entonces, alternativas que los eliminen o, al menos, que los reduzcan.

La salud mental es un campo asistencial particularmente diverso, mal delimitado, complejo en su conceptualización, heterogéneo en sus prácticas y con efectos difícilmente medibles. La subjetividad impregna, enriqueciendo y complicando esta disciplina y también contribuye a esconder los perjuicios que puede producir. Todo ello pone de manifiesto la necesidad de esclarecer y dar cuenta de la iatrogenia y sus condicionantes en la práctica de la salud mental, punto de partida para poder desarrollar una clínica basada en el arte de hacer el mínimo daño (3).

  1. Condicionantes socioculturales y éticos de la iatrogenia

La psiquiatría y psicología actuales han alcanzado en los últimos decenios una expansión sin precedentes: los servicios de salud mental han crecido ostensiblemente, los tratamientos psicofarmacológicos y psicoterapéuticos se han popularizado, tanto la psiquiatría como la psicología tienen una presencia relevante en ámbitos jurídicos, laborales, académicos, sociales… y a través de los medios de comunicación sus profesionales promocionan con éxito la importancia de estas disciplinas. Este éxito social lleva aparejada una expropiación de la salud mental de los ciudadanos que sienten que ya no pueden enfrentar muchos de los eventos vitales cotidianos sin consultarlo con un profesional. La dependencia y confianza en la tecnología “psi” ha alcanzado unos niveles extraordinarios debido a que se han exagerado sus efectos positivos y se ha despreciado el daño que producen. Las terapias de aconsejamiento, cognitivo-conductuales, psicoanalíticas y de todo tipo aparecen como remedios casi mágicos que pueden eliminar el malestar del sujeto producido por el enfrentamiento consciente con la vida. De igual manera, los psicofármacos se han convertido en la única respuesta a muchos de los conflictos ordiniarios, lo que ha favorecido que sus ventas se hayan disparado. En estos días, nuestra concepción de una vida plena es una vida sin sufrimiento, no una vida en la que seamos capaces de manejarlo (4).

Esta dependencia de los profesionales de la salud mental se produce también en una sociedad consagrada al individualismo, donde cada uno es responsable de su éxito o su fracaso y los conflictos sociales se convierten en asuntos personales. A su vez, en el propio sujeto se ha producido una transformación de sus dilemas éticos y de la frustración de sus deseos laborales, familiares o personales, en problemas mentales. Todo es remitido a la salud mental que se ha convertido en un bien de consumo que vende la industria farmacéutica o psicoterapéutica (5). De este modo, la psiquiatría y la psicología han ampliado su campo de actuación de forma casi ilimitada por lo que su potencial capacidad de perjudicar a las personas es extraordinaria, como veremos.

Curiosamente, el encumbramiento y la expansión de estas disciplinas se produce aún cuando no existe una conceptualización definitiva de las enfermedades mentales, persiste un desconocimiento de sus causas, generación y desarrollo y las teorías que intentan dar cuenta de ello son diversas y con planteamientos y propuestas de tratamiento que a veces resultan antagónicos. En el caso de la psiquiatría, el modelo hegemónico actual es el biomédico, centrado en los síntomas y en el individuo y que relega a un segundo plano el contexto, los factores socioculturales, la historia, etc. Se trata un modelo muy influenciado por los intereses comerciales y financieros de la industria farmacéutica principalmente y que se ampara en un autoritarismo pseudocientífico cuya fundamentación neuroquímica no está probada (6,7). Esta forma de entender los problemas mentales que no puede aprehender lo humano (cultura, valores, significados…) con sus herramientas positivistas, favorece los excesos y perjuicios en la práctica de la salud mental.

Todos estos condicionantes propician el intervencionismo y que este se realice además desde una dinámica vertical, paternalista, en la que el paciente se pone en manos de un profesional “experto” que nombra qué tiene el paciente y decide qué tratamiento ha de recibir. En muchas ocasiones, parecería que el profesional posee, no solo el conocimiento científico-técnico, sino también el juicio moral para decidir acertadamente lo mejor para el beneficio del paciente sin tener que contar con su opinión. El paciente queda muchas veces relegado a obedecer y confiar ciegamente en el profesional que actúa guiado por el principio de beneficencia en detrimento del principio de autonomía. Sin embargo, el principio de no maleficencia (primum non nocere) es el primero y más fundamental del profesional sanitario, sin desconsiderar los otros.

El principio hipocrático primum non nocere se ha comprendido tradicionalmente de esta manera: actúa para los mejores intereses de tu paciente o actúa de manera que los daños ocasionados por el tratamiento no excedan sus beneficios. El problema es que, desde esta perspectiva de beneficiar al paciente, junto con un optimismo exagerado de los tratamientos, se han escrito muchos episodios de intervenciones atroces en la historia de la medicina y de la psiquiatría desde sus inicios hasta la actualidad. Las trepanaciones, el tratamiento moral, el coma insulínico, la malarioterapia, la lobotomía… todas se realizaron para beneficiar al paciente. Primum non nocere expresa dos partes: un mandato a ayudar y un mandato a no dañar. La interpretación permisiva de este principio da prioridad a la primera sobre la segunda y ha justificado estas atrocidades (8).

Pero hay otra interpretación más acorde con la doctrina del consentimiento informado y las decisiones compartidas. Es la interpretación preclusiva del primum non nocere, en la que se da prioridad al mandato de no dañar sobre el de ayudar al paciente. No dañar no significa “no tener intención de dañar” ni tampoco “esperar no dañar”. Así, implícitamente, hay además un mandato de ser tan consciente como sea posible de los daños potenciales que se puedan derivar de la intervención. En el caso de intervenciones coercitivas, la obligación de no dañar aumenta en importancia respecto a los tratamientos consensuados donde el paciente voluntariamente asume los riesgos.

Esta interpretación permite que, aunque las intervenciones excedan en beneficios a los daños, puedan ser anulables en el caso de un tratamiento consensuado por la voluntad del paciente y, en el caso de tratamientos no consensuados, por un juzgado o por una directriz previa del paciente cuando era competente, a través de un poder jurídico o una declaración de voluntades anticipadas. Además, esta interpretación preclusiva es la que está más acorde con la mejor práctica médica actual en la que necesariamente se requiere la adherencia a la doctrina del consentimiento informado. La interpretación permisiva, en cambio, refleja un paternalismo médico (8).

Todos estos condicionantes sociales, culturales, económicos y éticos favorecen una práctica clínica excesiva, sesgada, centrada en la “enfermedad” y en el profesional, que cuenta con un poder extraordinario. Sin embargo, la iatrogenia derivada de la práctica de la salud mental puede ser reducida por un profesional consciente de los daños que puede causar, de sus conflictos intelectuales y personales, y que sea capaz de construir relaciones terapéuticas horizontales en la medida de lo posible.

2. Conflictos intelectuales y personales del profesional

La complejidad de la salud mental, en la encrucijada de perspectivas biológicas, sociales, antropológicas, psicológicas, filosóficas… resulta fascinante y, como todo aquello que no tiene una explicación definitiva, da lugar con facilidad a fanatismos. No es sencillo navegar en la incertidumbre y las distintas teorías sobre los problemas mentales nos proporcionan mapas con los que ubicarnos, siempre de forma provisional, en el laberinto de las emociones humanas, los pensamientos y las conductas, pero no constituyen la “Verdad”. Identificarse de manera acrítica con cualquier teoría, sea cual sea, nos conduce a su aplicación sistemática, independientemente del paciente o la situación clínica que tengamos que abordar. Igualmente, convertirse en experto en un determinado trastorno mental, lleva aparejado el peligro de diagnosticarlo con mucha mayor frecuencia y con la seguridad además, de que los juicios clínicos sesgados son precisamente el fruto del conocimiento superlativo y la perspicacia en detectar dicho trastorno.

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