Por  Víctor de la Serna.

En las clásicas escuelas anglosajonas de periodismo nos instaban a narrar en tercera persona, sin convertirnos en protagonistas de nuestras propias informaciones con vedetismos de tertulianos, como los que años más tarde formarían parte de tanto periodismo español. El objetivo primordial: dar a conocer a los lectores y oyentes hechos importantes que los poderes públicos o privados quieren mantener secretos. Y ahí hemos seguido, muy pasados de moda sin duda.

Lo que sucede con una pandemia que toca a tantos es que alguna vez el periodista se puede ver convertido en sujeto de su historia, en fuente directísima, y no queda más remedio que escribir en primera persona. Así que por una vez aquí no hojeamos ni zapeamos, sino que soy el protagonista. Y pese a esta primera persona que tan poco manejo, hay aquí una historia de pandemia que al lector le puede importar y que los poderes mantienen en secreto.

Para empezar éramos tres: mi mujer, mi hija y yo, juntos en confinamiento y pocos contactos desde marzo. Con algunos síntomas imprecisos a finales de agosto, decidimos hacernos una PCR el lunes 24 en nuestro centro de salud. Tras la prueba nos dijeron, para asombro nuestro: «Los resultados, dentro de una semana o semana y media». Mientras tanto, a confinarse como si fuésemos positivos.

Mi hija Cecilia, redactora de The Objective, ya ha dado en su medio todos los datos sobrecogedores del caos de los controles que aquel día descubrimos en el Servicio de Salud de Madrid: miles de PCR bloqueadas en el Hospital Clínico, miles de madrileños sin conocer su estado de salud, falta absoluta de respuesta (PCR positivas, por cierto) hasta diez días más tarde.

Tras ese caos público se separa mi propia historia y entra en la kafkiana e igualmente caótica experiencia con el sector privado, de donde se ha apartado a miles y miles de pacientes de Covid en una operación que nadie explicita por escrito y que ha causado angustia y sufrimiento