La conducta suicida es un problema socio-sanitario de primer orden. La prevención de la conducta suicida en menores de edad sigue siendo una asignatura pendiente. Si se tiene en cuenta, por un lado, que la conducta suicida se encuentra entre las principales causas de muerte entre personas de 15 y 19 años a nivel mundial (Organización Mundial de la Salud, OMS, 2021) y, por otro, que la adolescencia es una etapa esencial del desarrollo humano donde se asientan las raíces de la posterior adultez, esta cuestión no se puede ignorar. Según la literatura científica, las muertes por suicidio se pueden prevenir con intervenciones oportunas, basadas en evidencia y, a menudo, de bajo costo.
La conducta suicida forma parte de la diversidad humana.
Es un fenómeno complejo, poliédrico, multidimensional y multicausal. Es un problema de la vida, donde la persona trata de buscar una solución a una situación vivida como límite, a una enorme dificultad que le provoca un dolor intolerable que no sabe o no puede resolver de otra forma.
Se debe dejar claro que hablar sobre el suicidio como problema de salud pública ayuda a prevenirlo. La información, la formación, la sensibilización y la concienciación sobre conducta suicida, esto es, la alfabetización de diferentes profesionales, familiares y población general es una de las mejores herramientas de las que disponemos para su prevención.
Las cifras epidemiológicas de la conducta suicida pueden variar en función de diferentes factores como, por ejemplo, la edad, el género, el nivel educativo o el país. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE1) un total de 3475 menores españoles (desde los 5 hasta los 19 años) han fallecido por suicidio en el periodo temporal de 1980-2020. Y 128.483 personas (de todos los rangos de edad) han sido registradas como muerte por suicidio desde que se recoge este fenómeno por el INE. Además, si por cada muerte por suicido se calculan unos 20 intentos, se estimarían en este periodo temporal un total de 2.569.660 tentativas.
Los modelos teóricos actuales consideran que la conducta suicida se puede encontrar en la compleja interacción dinámica que se establece entre factores biológicos, psicológicos y sociales que son experimentados por una persona determinada en función de una biografía y circunstancias socio-culturales concretas. No existe una causa necesaria y suficiente que determine tal conducta. Es una ecuación probabilística de la que forman parte diferentes parámetros, que cambian momento a momento, y entre los que el sufrimiento y el dolor de la persona es un factor esencial. Por el momento la capacidad pronóstica y predictiva de los factores de riesgo de conducta suicida es muy limitada
Según estos modelos, el foco de atención debería estar en factores como los siguientes;
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a) la percepción de ser una carga para sí mismo, para las amistades o para la familia;
b) la pertenencia frustrada, esto es, la experiencia de sentirse solo o desconectado de amistades, familia u otros círculos sociales valiosos;
c) el atrapamiento o la percepción de estar bloqueado, sintiéndose sin escape, sin posibilidad de rescate e impotente para cambiar aspectos de sí mismo;
d) la desesperanza (atribuciones negativas sobre el futuro y la posibilidad de que las cosas cambien).
La prevención de la conducta suicida se aborda desde la reducción de factores de riesgo y la potenciación de factores de protección. Esto es, reducir las variables asociadas con su incremento de aparición y, al mismo tiempo, fomentar las variables asociadas con su decremento. Se ha encontrado que los factores de riesgo de la conducta suicida en adolescentes se pueden agrupar en dos categorías: factores de riesgo internos o más vinculados a las rutinas y a la conducta de la persona, tales como la falta de habilidades para resolver problemas, afrontamiento ineficaz de las dificultades, abuso del tiempo dedicado a utilizar los smartphones y los problemas de salud o estilos de vida poco saludables.
Por otro lado, los factores de riesgo “externos” consisten en problemas familiares y sociales, como los antecedentes de problemas de salud mental y la presencia de conflicto familiar u otros estresores, como las dificultades económicas en las familias (situaciones de desempleo, por ejemplo).
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En el campo de la conducta suicida en adolescentes existen diferentes tratamientos psicológicos empíricamente apoyados. La terapia dialéctico-conductual para adolescentes destaca como el único tratamiento psicológico bien establecido y con un grado de recomendación A. Con un grado de recomendación B se encuentran la psicoterapia interpersonal para adolescentes, la TCC integrada, la terapia basada en la mentalización para adolescentes, el programa para padres/madres y adolescentes (resourceful adolescent parent program), la intervención familiar integrada (safe alternatives for teens & youths), la psicoeducación (youth-nominated support), las intervenciones breves (p. ej., teens options for change; as safe as possible), y la intervención familiar para la prevención de suicidio (family intervention for suicide prevention).
La psicoterapia parece ser el tratamiento de elección para menores que refieren las diferentes manifestaciones de conducta suicida.
El suicidio se puede prevenir, sólo hacen falta políticas y programas de prevención. Todas estas actuaciones se tienen que enmarcar en la necesidad de implementar una verdadera estrategia nacional de promoción de la salud mental y el bienestar emocional, en general, y en un plan nacional para la prevención del suicidio, en particular, que mejore la calidad de vida de las generaciones presentes y futuras, siempre sobre la base de una investigación de vanguardia que permita tomar decisiones informadas para la prevención del suicidio.
Promover, proteger y cuidar la salud mental de toda la población, pero en particular de los más vulnerables, es un deber constitucional. La población merece una atención psicológica accesible, inclusiva, pública y de calidad. Es hora de actuar, generando esperanza a través de la acción.